En este mundo nuestro de la educación, es frecuente encontrar discursos que todos y todas asumimos de forma más o menos propia y que no necesariamente analizamos de forma crítica.
Sólo así, se entiende que haya vuelto a hablarse, publicarse y recomendarse, la nefasta «Taxonomía de Bloom» que ya estudió mi padre en su día y que ahora vuelve a proponerse como una herramienta «educativa».
A lo largo de este post, voy a intentar analizar algunas de esas modas que están de rigurosa actualidad en los discursos educativos.
El pacto educativo
Este tema ha llenado -y sigue llenando- titulares de periódicos y declaraciones de políticos-as y personalidades del mundo de la educación.
Sin embargo, y pese a que parece haber una amplia mayoría social a favor del pacto, rara vez se concreta sobre qué se debe pactar o sobre qué se puede negociar y qué no. Y ese es el principal impedimente para dicho pacto.
Siendo realistas, tal y como decía Enguita en un reciente post de su blog
Yo del Pacto Educativo lo que esperaría sobre todo es que pacificara la educación. Es decir, que no nos pasáramos los siguientes años otra vez discutiendo si pública o privada, laica o confesional, comprensiva o diferenciada, si me evalúan o no me evalúan; la media docena de discusiones que polarizan todo y después de las cuales en lo único que la gente se pone de acuerdo es que quiere más dinero, más recursos, más presupuesto, más porcentaje del PIB…
Y es que poco más podemos esperar del pacto (si se produce): que quite la avalancha de ley – contraley – contracontraley.
Esto es así porque llegar a un consenso de pacto por la educación, requeriría de una política de altura que, a todas luces, queda lejos de la de nuestro panorama político actual.
La educación no es más que la forma de alcanzar un ideal social y ante esto, pocas cosas se pueden acordar cuando existe una diferencia tan clara entre ideales sociales enfrentados: mientras unos-as creemos que la educación debe ser un medio para compensar desigualdades sociales, otros-as piensan que la misma debe ser una herramienta para legitimar y mantener las clases sociales. Esto condiciona la práctica totalidad de decisiones ulteriores que desarrollan nuestro sistema educativo.
Para que os hagáis una idea ¿qué se puede negociar con nuestro anterior ministro de educación, el sr. Wert?
Por lo tanto, ¿sería deseable un pacto educativo? Sí ¿Es factible? No ahora mismo (y probablemente en mucho tiempo)
Para aquellos-as que penséis:
hombre! unos mínimos…
Si pueden consensuarse unos mínimos entre ideas tan opuestas, es que esos mínimos no son realmente relevantes para producir un cambio educativo. Si lo fueran, no podrían consensuarse… De eso va esta historia 😉
El MIR educativo
Otro de los temas de rabiosa actualidad es el dichoso MIR educativo. Y digo dichoso, porque, honestamente, estoy hastiado de leer y escuchar hablar de él.
Parece que el problema de la formación inicial de docentes, queda reducido a la implantación de un MIR. Pues mire usted, depende del MIR.
¿Puede ser la panacea el MIR? Pues no necesariamente.
Lo gracioso de este asunto, es que todo el mundo habla del MIR, pero nadie dice cómo va a organizarse. Y eso, justo eso, es lo que determinaría si el MIR sería útil o no para la formación de docentes.
Además encontramos reclamaciones asombrosas. Cosas que ya existen: 2 años de tutorización del futuro maestro o maestra para incorporarse a la profesión docente después de acabar la formación inicial.
Mire usted, eso ya existe. Se llama periodo de prácticas y el problema es que no se hace porque el profesorado tutor de los colegios está más que saturado (entre otras cosas por burocracia), como para tutorizar y el inspector-a (la otra parte responsable de la tutorización) pisa el colegio con cuenta gotas.
Si estamos convencidos de que la tutorización es una parte fundamental de la formación de docentes (yo lo estoy) lo que resta es organizarla para que esta sea efectiva y de calidad. Cuestión sobre la que no se disctue: ¿cómo se va a organizar? ¿los tutores y tutoras van a tener tiempo real para llevarla a cabo? ¿qué tutores-as? ¿cualquiera valdrá para tutorizar? ¿qué criterios se seguirán?…
Decimos MIR y ya parece que todo está solucionado.
Por otro lado está el tema de qué MIR. Porque me da la sensación de que tenemos un poco idealizado el MIR de por ejemplo, medicina. Veamos, el prestigio de la medicina (argumento que se expone para realzar la necesidad de un MIR educativo; dar prestigio a la profesión) no viene por su MIR, sino por una concepción social extendida sobre esta profesión.
Igualmente, los estudiantes de medicina que están en el MIR no tienen ni un sueldo al uso, ni una garantía de poder optar a una plaza (no hay plazas para todos los estudiantes de MIR) ¿precarizaría esto el trabajo de los docentes (aún más)? ¿va a aumentarse la cantidad de plazas en magisterio? ¿se va a seguir apostando por la interinidad? ¿en qué condiciones? ¿cómo sería el sistema? …
Preguntas sin respuestas, que nunca se abordan ni se explican a la hora de propone un MIR educativo y que me hace pensar en aquello de:
Virgencita, que me quede como estoy
Por otro lado, existen numerosas investigaciones que afirman que la calidad de la formación tiene relación directa con la calidad del profesorado que la imparte (Hattie, 2008; 2011; Barber y Mourshed, 2007). Ese «melón» que nadie se atreve a abrir y que sí parece que es relevante para la calidad de los futuros docentes, pasa por reformular quién y cómo imparte clases en la formación inicial y permanente de los maestros-as (y casi que miedo me da que lo aborden viendo el nivel que hay en nuestros administradores-as públicos).
La selección inicial del profesorado
Sobre este tema ya publiqué un post hace tiempo. Pero merece la pena retomar el tema aquí porque es uno de esos asuntos recurrentes, constantes, en la mayoría de discursos educativos.
En primer lugar debo dejar claro que la PAU no me parece un método adecuado para seleccionar a futuros profesionales (ni de magisterio, ni de ninguna otra profesión).
Dicho esto, existen, a mi juicio, varios problemas con estos discursos que hacen hincapié en endurecer la selección del acceso a la formación inicial de docentes.
En primer lugar, está el tema de la justicia social. Absolutamente todos los estudios sociales e incluso la propia OCDE (que no es sospechosa de ser santo de mi devoción) reconoce que existe una relación directa entre rendimiento escolar y nivel de estudios con respecto a la clase social de procedencia (Anyon, 1983; Apple, 1991; Baudelot y Establet, 1975; Bowles y Gintis, 1976; Bourdieu y Passeron, 1981; Connell, 1999; Giroux, 2001; Willis, 1988).
Con lo cual, de endurecer las pruebas de acceso al magisterio, estaríamos, casi, no seleccionando a los mejores profesionales, sino a los más afortunados-as en el «reparto de la vida».
En segundo lugar está el asunto de en base a qué seleccionar al alumando. Las notas no son garantía ninguna de tener mejores capacidades docentes (que por otro lado, llamadme loco, no deberían traer de casa, sino aprenderlas en las facultades de educación). Si pensamos en valorar otras aptitudes, capacidades, más allá de la nota; existen dos problemas claros: qué capacidades y aptitudes (la comunidad psicopedagógica tampoco tiene un consenso claro en esto) y cómo las medimos más allá de toda incertidumbre, porque si no es así, no me parece razonable decidir el futuro de alguien por una intuición con «ciertas garantías». Es un asunto serio y como tal hay que tratarlo.
Pero además, he de reconocer que me «echan para atrás» todos estos discuros que enfatizan la selección del alumnado y que suelen prestar mucha menos atención a la selección del profesorado. Cuestión que como decíamos con anterioridad, sí parece que tenga un peso determinante en la calidad de su formación 😉
Y por último, ¿por qué se habla de esta selección sólo en relación al magisterio? ¿En las demás carreras no tienen problemas formativos?
Quizás es que esto de la educación tiene que ver, como decíamos, con una idea de sociedad y cómo llevarla a cabo. Y eso es política e interesa a todo el mundo, no por mejorar, no por una preocupación social. Sino por poder: quién lo tiene y cómo lo mantiene.