A continuación, podéis leer un post que no es mío (pese a que esté publicado en mi blog 😛 ). La autora de esta entrada es mi compañera Noelia Acaraz Salarirche ( @aileon25) que esta mañana, redactando un apartado de su tesis (sobre evaluación), se ha girado en su silla y me ha dicho:* me ha quedado un apartado muy de un blog.*
Yo tras leerlo, sólo he podido darle la razón e instarla a que lo compartiera no sólo porque comparto todo lo que en él dice, sino porque creo que lo ha expresado de una manera tan clara como yo jamás lo hubiera hecho. Con él os dejo y espero que lo disfrutéis 😉
La práctica de la calificación, en el ámbito educativo, formalmente, comienza a crecer y desarrollarse en la década de los treinta. Siguiendo a Álvarez Méndez (2001), aquella mentalidad positivista aplicada a la educación y a la “evaluación” exigió al profesorado trasladar el conocimiento a respuestas medibles, precisas e inequívocas, en la que el aprendizaje es algo que se puede medir, manipular en incluso predecir. Más tarde, a mediados de la década de los setenta aparece un nuevo modelo situado en el polo epistemológico opuesto, en el que aprender no es un acto simple de modificar conductas y, “evaluar” no es una técnica precisa que permita comprobar lo que las personas aprenden. Sin embargo la calificación siguió y sigue estando muy presente en nuestra sociedad.
Existe una fábula recogida en Gould (1984) que contiene uno de los discursos de Sócrates a Glaucón. Dice lo siguiente:
“Sócrates aconsejaba educar a los ciudadanos de la república y asignarles funciones, de acuerdo con estas tres clases: Gobernantes, ayudantes y artesanos. Una sociedad estable existe el respeto de esta jerarquía y la aceptación, por parte de los ciudadanos, de la condición social que se les ha conferido. Pero ¿Cómo obtener esa aceptación? Incapaz de elaborar una argumentación lógica, Sócrates forjó un mito. Con un poco de vergüenza dice a Glaucón:
Hablaré, aunque en realidad no sé cómo mirarte a la cara. Ni con qué palabras expresar la audaz invención… Hay que decirles (a los ciudadanos) que su juventud fue un sueño, y que la educación y la preparación que les dimos fueron solo una apariencia; en realidad durante todo este tiempo se estaban formando y nutriendo en el seno de la tierra…
Glaucón no puede resistir y exclama: Buena razón tenías para sentirte avergonzado de la mentira que ibas a decirme. Es cierto, responde Sócrates, pero todavía falta, solo te he dicho la mitad.
Ciudadanos, les diremos, siguiendo con el cuento, sois todos hermanos, si bien Dios os ha dando formas diferentes. Algunos de vosotros tienen la capacidad de mandar, y en su composición ha puesto oro, por eso son los que más honra merecen; a otros los han hecho de plata, para que sean ayudantes; a otro aún, que deben ser labradores y artesanos, los ha hecho de bronces y de hierro; y conviene que en general, cada especie se conserve en los hijos… Un oráculo dice que cuando la custodia del estado esté en manos de un hombre de bronce o de hierro, eso significará su destrucción. Éste es el cuento. ¿Hay alguna posibilidad de hacer que nuestros ciudadanos se lo crean?
Glaucón responde: No en la generación actual; no hay manera de lograrlo; pero sí es posible que sus hijos crean ese cuento, y los hijos de sus hijos y luego toda su descendencia”.
La estupenda fábula de Gould recoge de forma muy ilustrativa el cuento del mantenimiento de las clases sociales. En la sociedad existen diferentes estratos, y tal y como Sócrates planteaba es necesario que cada unos de esos estratos asuma cuál es su condición natural y social. Qué mejor maquinaria para vendernos el cuento que la escuela y todo su sofisticado aparataje de calificaciones.
El sistema educativo, se convierte, de acuerdo con el viejo análisis marxista, en la razón que reproduce y legitima las desigualdades sociales, convirtiendo éstas, tan injustas e intolerables, en diferencias académicas más que justificadas con el sistema de calificaciones. Ahora cada cual tiene lo que se ha buscado, se le dio la oportunidad y no la supo aprovechar. Ya no hace falta ningún cuento como el de Sócrates a Glaucón, no hay que engañar a las generaciones porque la escuela, muy hábilmente, se encarga de ello. Existe lo que Bowles y Gintis (1976) denominaron “teoría de la correspondencia” que sostiene que:
Existe una *relación directa *de “correspondencia” entre la estratificación económica de la población y la estratificación entre los estudiantes “producida” a través de los procesos de escolarización.
Para esta teoría, los procesos de escolarización eran relativamente impotentes para cambiar la estructura económica de las clases. Así, quien nace de oro muere de oro; quien nace de plata muere de plata, y quien nace de bronce muere de bronce. Las escuelas, según la teoría de la correspondencia, se limitan a imitar en mímica o a reproducir.
Sin embargo, sin negar la relación de correspondencia que existe entre la estratificación social y económica de las familias y la estratificación de los-as estudiantes al salir del sistema educativo obligatorio, que hasta PISA reconoce, hay que decir que, surgen las teorías de la contestación a la reproducción, encabezadas por autores críticos como Willis (1977), Apple (1979), Giroux (1981), Conell (1982), etc., que argumentan que las escuelas no sólo no son impotentes, sino que no deben serlo. Las escuelas, como sistemas formados por personas – y las personas como agentes humanos que somos- son capaces de provocar cambios y producir nuevas oportunidades.
Pero, cómo es posible combatir las desigualdades sociales con las que los-las estudiantes llegan a la escuela, en un sistema esclavo de las calificaciones. La práctica de la calificación es el arma más poderosa para clasificar y dividir a quienes valen de quienes no. Los primeros, aspirantes al estado de bienestar y al poder; los segundos, deshechos sociales (véase ilustración del post). Y es tan poderosa porque pasa inadvertida ante los ojos de la gente, nos examinan y nos ponen notas porque así debe ser. El trabajo tiene que tener su recompensa en forma de expediente académico. Quienes se esfuercen deben obtener compensación, y quienes no, ya tendrán su merecido que para eso ellos se lo han buscado. La LOMCE encabezada por el ministro Wert ya ha dado cuenta de todo esto y nos ha dejado declaraciones como:
“Hemos dejado de lado la cultura de la “evaluación” [refiriéndose a la calificación]. La excelencia apenas tenía recompensa simbólica” (Declaraciones de Wert, según el Diario ABC, el 12 de Febrero de 2012).
http://www.abc.es/20120212/sociedad/abcp-empollon-puede-friqui (Último acceso 14 de febrero de 2012).
Como expuso un maestro, Fernando J. López ( @Nando_J) , en respuesta a las declaraciones del ministro, ¿cuál debe ser el sentido de nuestra profesión?
¿Educar a los buenos? Algo así parece ser el lema de la reforma que nos plantea Wert, una especie de competición en la que gracias a una serie de pruebas externas -calculen el gasto que supondrán, por cierto- iremos eliminando a aquellos competidores que peores resultados obtengan. Sin embargo, pasamos por alto que no estamos en un concurso, sino en un proceso, y olvidamos que la finalidad de la educación no es cultivar la excelencia solo en una minoría, sino conseguir el mayor grado de excelencia posible en una mayoría (Fernando J. López, en Blogcanaleducación, el 7 de Noviembre de 2012). http://esodelaeso.blogspot.com.es/search?updated-min=2012-01-01T00:00:00-08:00&updated-max=2013-01-01T00:00:00-08:00&max-results=50 consultado 28 de octubre de 2013
Pruebas y más pruebas, externas, internas o extraterrestres que convierten a nuestro sistema educativo en una carrera de obstáculos que hay que sortear para alcanzar las puntuaciones que nos llevarán al éxito. La calificación, por muy perversa que sea, educativamente hablando, parece no tener prisa por desaparecer. Poderosa damisela doña calificación que nunca desaparece.